Resiste la poscolonia: un retrato de las lenguas maternas en México
Texto y fotos: Tercero Díaz (tercero.fw)
Según un diagnóstico de 2015 del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali), en el territorio mexicano existen actualmente alrededor de 68 lenguas de pueblos originarios, y aproximadamente 364 variantes de éstas.
A poco más de 500 años de la llegada de los españoles al continente americano, y con cientos de años de poscolonialismo, durante la segunda mitad del siglo XX la violencia contra los pueblos originarios en territorio mexicano continuó acentuándose, haciendo pagar el precio a niñas y niños por el hecho de ser quienes son. Fue mediante la violencia del sistema educativo que el Estado mexicano intentó despojarlos de una de sus raíces más significativas: sus lenguas maternas.
Parafraseando a Michel Foucault en su charla “Las redes del poder”, un elemento que sirve dentro de las formas de dominación en la sociedad es la educación; tomando en cuenta que la dominación puede darse en estos casos como el despojo de la identidad, y con ello una serie de consecuencias invisibles como desproteger un territorio, esto le vuelve más sencillo al poder político y económico llegar a los pueblos e instalar sus empresas transnacionales, mineras, eólicas, o de cualquier otro índole.
El gobierno federal ha implementado una violencia sistematizada para desaparecer la multiculturalidad en nuestro país. Por ello, echando un vistazo a la historia, surge la necesidad de revertir la pérdida de costumbres y tradiciones de pueblos originarios como una forma de defender la tierra y los recursos.
El presente trabajo fotográfico intenta esbozar un retrato de mujeres y hombres originarios de la Sierra Norte de Oaxaca, que durante su infancia y formación escolar fueron violentados de diferentes maneras por el hecho de hablar zapoteco, su lengua materna, a pesar de lo cual decidieron conservar su idioma transmitírselo, en la medida de lo posible, a sus descendientes.
Bruno Leonardo Enríquez
Con 67 años de edad, originario del sector Zoogocho, en la Sierra Juárez, Oaxaca, e hijo de padres campesinos, Bruno narra cómo ha sido para él resistir al occidentalismo en su cotidianidad.
“Era difícil como hijos de campesinos que tuviéramos educación, sin embargo, hubo escuela primaria en la comunidad y eso nos abrió el ojo, pero también siempre fuimos con miedo. No éramos como los niños de hoy en día que pueden contestarle a sus padres y a sus maestros; anteriormente era más fuerte el sentido de obediencia y disciplina”, comenta Bruno sobre su contexto escolar.
Menciona que con la llegada de profesores de otras regiones del estado capacitaron a los maestros con la norma de españolizar a todas las niñas y niños en gran parte de la sierra.
“Silviano Arce, originario de Solaga, Oaxaca fue director cuando yo iba en quinto año. Él y otros profes prohibieron que habláramos zapoteco. Los maestros se organizaron y comenzaron a anotar en una lista a los niños que hablaban zapoteco, su discurso era que tenían un estatuto de que el niño tenía que hablar español. Tenían la regla de ponerle castigo a los niños: que nos formáramos como media hora en fila; pero la tarea más difícil que nos dejó era acarrear agua de la escuela para la pileta: de un manantial, acarrear agua hasta la escuela. 10 cubetas por niño, dependía de la edad que tuviéramos la cantidad de cubetas: de 8 años, cinco cubetas; y el más grande, 12. Esto fue en los años sesenta, de 1962 a 1966”.
Bruno agrega: “Si tengo algo que recordar del castigo que recibí y que miré en los demás es que lo traje a pecho, pero con ánimos para mantener mi lengua y compartirla con mis tres hijos, que hoy en día hablan y entienden el zapoteco”.
Minerva Victoria Hernández Martínez
Minerva estudió enfermería en Oaxaca de Juárez y fue auxiliar del área médica en el Instituto Mexicano del Seguro Social, en una clínica rural en la Sierra Norte; a sus 51 años ha logrado conservar su idioma a pesar de los abusos ejercidos por el sistema educativo.
Fue entre 1964 y 1971 que estudió la primaria en la zona serrana. Asegura que la prohibición del zapoteco se ejercía a través de diferentes formas de terror.
“Cuando yo cursaba de segundo a cuarto año fueron los maestros que más agredían a los niños por hablar el zapoteco, tal vez porque no nos entendían; eran maestros que venían de otros estados o de la ciudad y no sabían hablar ninguna lengua”.
Minerva también narra la doble violencia que sufrió por el hecho de ser mujer: “la gente antes pensaba que nosotras debíamos casarnos, tener hijos, tener una familia; decían que no era necesario para nosotras ser mujeres independientes y estudiar. Mi papá sí tenía la idea de que nosotros nos superáramos, aunque no tenía los medios económicos”.
Una vez que logró entrar a la escuela, pese a todo pronóstico de violencia de género, Minerva se encontró con la violencia por ser de un pueblo originario.
“Si una decía 10 palabras en nuestro idioma, 10 cubetas de agua iban a acarrear. También nos mandaban por cosas de campo y en el peor de los casos nos golpeaban con un palo en las manos. Una vez el maestro, originario de Veracruz, me dejó encerrada en el salón sin ir a comer por no saberme la tabla del siete, me dijo ‘¡Burra!’, yo le respondí en zapoteco ‘¡Tu lo serás!’ A mí esto no se me olvida porque fue uno de los castigos que más me dolió, no me dejó salir y yo tenía mucha hambre. Ya estábamos acostumbrados a que nos pegarán con un palo, pero que nos dejaran sin comer, eso fue más duro para mí”.
“En ese tiempo, cuenta Hernández Martínez, yo no reaccionaba, simplemente empecé a tener rencor a los maestros. Pensaba ‘¿por qué me hacen esto?, ¿es tan malo hablar mi idioma?’ Yo nunca me voy avergonzar del zapoteco. Es importante preservar nuestra lengua para transmitir a las nuevas generaciones y que no desaparezcan nuestras comunidades, nuestras raíces, la cultura ancestral”.
Ernesto Ferras García
Campesino por tradición, trabajó las tierras en su comunidad San Andrés Solaga, hasta que cruzó Estados Unidos de manera ilegal para irse como bracero. Tiene 81 años y ésta es su versión de lo que es ser un niño zapoteco en la sierra:
“No platicábamos, porque luego luego nos regañaban. Los maestros nombraron una comisión del orden y nos acusaban; nuestros compañeros nos anotaban y nos ponían el dedo, le decían a nuestro maestro quiénes hablamos zapoteco y los maestros nos castigaban: nos hincaban y nos ponían a sostener un palo con las manos alzadas durante una hora. Era un castigo de agotamiento, de resistencia”.
“Pienso que es importante que hablemos los dos idiomas, tanto el nuestro, como el español”, agregó.
Juana Bautista Poblano
“Tengo 74 años y soy de Villa Hidalgo Yalalag. Desde chiquita me dediqué a la costura, hacía ropa, manta, fondos, camisas, pantalones, e iba a Zoogocho a vender. A eso me dediqué toda la vida, con mi difunta madre”.
Juana asegura que cuando estudió la primaria nadie hablaba español: “los maestros nos obligaron a gritos, nos regañaban mucho, nos decían ‘burros’, ‘tapados’, ‘cerrados’. Nos decían tapados, porque no podíamos hablar su idioma. A veces nos dejaban encerrados en el salón, con mucha hambre, porque nos decía el profesor que no aprendíamos nada”.
“Yo entré grande a la escuela porque antes los padres no querían que nosotras las mujeres fuéramos a estudiar. Decían que debíamos quedarnos en casa para mantener a los hombres. Decían que no tenemos derecho, que nosotras tenemos que estar en la cocina para mantener a los maridos”, cuenta Juana, quien hasta los 12 años de edad pudo entrar a la primaria. “Mi padre me apoyó para ir a la escuela, mi pobre madre quería que me casara porque ya tenía 12”, agregó.
Bautista Poblano dice que a pesar de no haber sido víctima de violencia física por hablar su lengua materna, fue víctima psicológica y verbalmente, y que recibió insultos y discriminación. “En cambio mis compañeros, porque no sabían responder les ponían ladrillos en la cabeza, con las manos a que se estuvieran horas: dos ladrillos en cada mano y así varias horas. Yo lo vi, era muy común”.
Eligio Modesto Hernández Sánchez
“Empecé a manejar a los 15 años, estoy por cumplir 56. Desde que manejo, toda mi vida he sido chofer de camiones pesados; toda clase de camiones: tortos, volteos, autobuses, máquinas pesadas, etcétera”, cuenta Hernández Sánchez, nacido en la Solaga, Sierra Norte de Oaxaca.
“Tuve maestros federales, ellos eran mano dura y más porque en las reuniones con padres éstos autorizaban que nos golpearan, porque supuestamente en eso constaba la educación. Mi maestro de Villa Alta, Juan Gómez, nos golpeaba con un cable de luz, como de corriente, nos daba en las manos 10 veces por hablar zapoteco, nos apaleaban por ser quienes éramos”.
En los setenta Eligio y sus compañeros sufrían la violencia por ser serranos, zapotecos, originarios de un territorio, sin embargo, no claudicaron, continuaron hablando su lengua, al grado de transmitirla a sus hijos y nieto, no sin antes vengarse de sus victimarios, como pocos infantes se atreverían.
“Una vez dejé una ventana del salón entreabierta y me fui. Una vez que ya no había ni maestros ni compañeros, por la ventana me metí, llevaba unas tijeras e hice el cable pedacitos y se lo dejé ahí acomodado en el escritorio, como un obsequio. En la tarde, cuando llegó, encontró el montón de cable cortado, preguntó quién había sido y como nadie me vio nadie dijo nada. El maestro formó de un lado las mujeres y del otro lado a los hombres; fue a cortar una vara de durazno y 10 golpes nos dio a cada quien. Niñas y niños lloraron”.
Hernández Sánchez también recuerda cómo él y un primo en las tardes a que los profesores regresaran del comedor y desde una colina arriba los apedreaban:“sí les atinamos, y luego a correr… nunca supieron que fuimos nosotros (risas)”.
Natividad Fabián Gabriel
Costurera la mayor parte de su vida, Natividad, de 78 años, se dedica a la panadería con su hija Manuela. Recuerda las dificultades de acceder a la educación básica por el hecho de ser mujer y la violencia que ejercían los docentes hacia ella y sus compañeros.
“Yo como mujer sólo se me permitió estudiar la primaria, lo demás ya no; dijeron que yo debía casarme, tener hijos y estar en el hogar. Durante ese tiempo que estudié la primaria el maestro nos castigaba, nos daba vara en las manos cuando uno platicaba en zapoteco: un varazo por palabra. Después dijo que ya no nos iba a golpear, sino que nos iba a cobrar dinero: alrededor de cinco centavos por palabra”.
“Nos ponían a escribir una plana de ‘No debo hablar zapoteco’”, agregó.
Natividad recuerda que el castigo para ella era doble: al llegar a su casa su madre la regañaba porque no aprendía como los maestros exigían.
“Es mejor saber ambos idiomas, español y zapoteco, para poder entender a todos. Aunque la mayoría de los niños chiquitos hoy en día ya no quieren hablar zapoteco o no sé si sus padres son los que no quieren… no sabemos”, reflexiona.
Si bien este entorno racista pareciera ser del siglo pasado, algunas observaciones del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación han comprobado que hoy en día, en muchas de las escuelas rurales del país, niñas y niños siguen siendo discriminados y regañados en ocasiones por hablar en su lengua materna.