Los años que la justicia mexicana le robó a Teresa
Por Marcela Méndez
Teresa González Cornelio, indígena hnähñú, tenía 22 años cuando fue injustamente acusada de secuestrar a seis elementos de la hoy extinta Agencia Federal de Investigación (AFI). Junto con sus coacusadas –Jacinta Francisco Marcial y Alberta Alcántara Juan– a la joven mexicana le tomó once años vencer la imputación inverosímil de un crimen y las fallas de un sistema que se negó a protegerla y a reconocer su inocencia.
Después de un largo proceso administrativo –que siguió al penal– Teresa, Alberta y Jacinta lograron que la PGR reconociera su inocencia públicamente y les ofreciera disculpas, en un acto sin precedentes para la justicia mexicana, que tuvo lugar apenas este año, el 21 de febrero.
La tarde del jueves 3 de agosto de 2006, enferma y con fiebre, Teresa descansaba en su casa en el poblado de Santiago Mexquititlán, Querétaro, ubicado a poco más de 170 kilómetros de la Ciudad de México. Cuando abrió la puerta de su hogar fue sorprendida por unos hombres que, sin portar insignias oficiales o uniformes, la subieron con violencia a un vehículo. Vas a pagar por lo que has hecho, le decían, mientras la obligaban a permanecer entre los asientos, agachada, para que nadie en el pueblo pudiera verla.
Eran las cuatro y media de la tarde y Teresa no imaginaba que a partir de ese momento el sistema de justicia mexicano iniciaba contra ella un proceso que terminaría once años después. Tampoco sabía que los hombres que la detuvieron eran representantes de la autoridad, y que la llevaban en realidad a las oficinas de la PGR para rendir cuentas, ya quera sospechosa de un secuestro. Lo único que sabía era que estaba en total indefensión.
Junto con Jacinta y Alberta, Teresa fue acusada de secuestrar a seis agentes de la Agencia Federal de Investigación (AFI) el domingo 26 de marzo de 2006, durante un supuesto operativo para decomisar piratería en el tianguis de su poblado. Lo que en realidad fue un desalojo arbitrario de los agentes terminó en la retención, durante un par de horas, del agente Jorge Cervantes Peñuelas: los tianguistas, enojados por el abuso de poder, exigieron que se les pagara el dinero que perdieron por la mercancía destruida en el operativo, y mientras el resto de los agentes conseguía el dinero Peñuelas permaneció en la localidad. El error de Teresa, Jacinta y Alberta únicamente fue ser habitantes de esa localidad y tener presencia circunstancial alrededor de los hechos.
Durante los cinco meses que siguieron al operativo los seis elementos de la AFI y la agencia del Ministerio Público de San Juan del Río, Querétaro, integraron una averiguación previa plagada de irregularidades, en la que a las tres mujeres se les imputó el delito de “privación ilegal de la libertad, en su modalidad de secuestro, en contra de servidores públicos”. A Alberta, además, la acusaron de posesión de cocaína.
Luego de la averiguación previa, a las tres mujeres las detuvieron con engaños y sin informarles el motivo de su detención. Ese 3 de agosto de 2006 las presentaron ante medios de comunicación como secuestradoras, violando con ello el derecho de presunción de inocencia, protegido por la Constitución Mexicana y según el cual todo acusado de un delito debe ser tratado como inocente en tanto no se establezca legalmente su culpabilidad.
La madrugada siguiente Teresa fue trasladada al Centro de Readaptación Social Femenil San José el Alto, en Querétaro. “Una injusta acusación con pruebas insuficientes me obligó a permanecer en prisión preventiva por espacio de mil trescientos sesenta y cuatro días”, relató después Teresa.
Ella, indígena hnähñú de 22 años, que se dedicaba a las labores de campo, que era obrera, artesana de muñecas de tela, vivió más de tres años esperando –por un delito que no cometió– una sentencia que finalmente la condenó: el 19 de enero de 2009 el juez cuarto de distrito, Rodolfo Pedraza Longi, le impuso una pena de 21 años de prisión, dos mil días de multa y la reparación del daño.
Salir implicaría para Teresa un largo proceso, en el que las autoridades que debían defenderla no vieron las fallas en el sistema que la condenaron. La apelación de la sentencia, la reposición del procedimiento por violaciones en el mismo, una nueva sentencia en su contra y otra apelación tuvieron lugar antes de que el 16 de marzo de 2010 la Suprema Corte de la Justicia de la Nación (SCJN) atrajera el caso para conocer el último recurso de apelación, cuya resolución mes y medio después fue otorgarle la libertad –a ella y a Alberta– debido a que “no se demostró la existencia del delito de privación ilegal de la libertad”. Ese mismo día las dos mujeres pudieron salir del Centro de Readaptación Social. Jacinta había recuperado su libertad seis meses antes, en septiembre de 2009, por no haber en su contra conclusiones acusatorias.
La parte de su experiencia que hizo historia para nuestro país y para la justicia mexicana no fue sin embargo haber salido de la cárcel: fue lo que vino después, la lucha por probar su inocencia y por que el sistema de justicia reparara el daño que le causó al haberla encarcelado por un delito que no cometió y que la llevó, entre otras cosas, a dar a luz a su pequeña estando en reclusión.
El 27 de abril de 2011 Teresa y Alberta, de forma separada, decidieron reclamar la responsabilidad patrimonial del Estado y demandar como responsable a la Procuraduría General de la República por “la actividad administrativa irregular de servidores públicos que comprometen la responsabilidad objetiva del Estado”.
Así, Teresa y Alberta –con base en el artículo 14 de la Ley Federal de Responsabilidad Patrimonial del Estado– reclamaban la responsabilidad del Estado por los daños materiales y morales que les fueron causados. El mismo recurso había sido interpuesto por su coacusada Jacinta siete meses antes, en septiembre de 2010.
La justicia llegó para Teresa, Alberta y Jacinta seis años después, el 21 de febrero de 2017, cuando la PGR, por medio de su titular Raúl Cervantes Andrade, reconoció públicamente su inocencia y les ofreció una disculpa –en cumplimiento de las sentencias emitidas por el Tribunal Superior de Justicia Fiscal y Administrativa– por haberlas acusadas de manera infundada y por haberse acreditado la existencia de violaciones flagrantes del debido proceso: la PGR, en la causa penal contra Jacinta, Alberta y Teresa, no cumplió durante la integración de la averiguación previa con los principios de legalidad –porque los agentes que investigaron fueron los mismos que estuvieron involucrados en el operativo–, seguridad jurídica e imparcialidad –porque los elementos de la AFI fueron víctimas y autoridades–.
Además, el proceso faltó al principio de contradicción y de defensa adecuada por presentar como pruebas acusatorias fotos tomadas de periódicos y una investigación anómala, en la que las declaraciones de los testigos no eran congruentes. Éstas fueron algunas de las irregularidades que, acreditadas, dieron pie a la reparación del daño.
Este acto final de la PGR vino después de una reiterada negativa para reconocer la inocencia de estas tres mujeres y las violaciones al debido proceso. Ellas salieron libres no por ser inocentes sino por no haberse acreditado su culpabilidad en los delitos imputados, argumentó la PGR en varias ocasiones.
La culminación de la historia de Teresa, Alberta y Jacinta se dio gracias a que probaron que las irregularidades en el proceso tuvieron un vínculo causal directo con el daño patrimonial –entre el que se cuenta no haber podido trabajar porque estaban recluidas– y moral –en el que se vio afectada su imagen gracias a la exposición que tuvieron en medios de comunicación– que sufrieron.
El encuentro de estas tres mujeres con la justicia mexicana ha sido considerado como un caso de trascendencia en nuestro país, por ser el primero en el que, sin intervención de instancias internacionales, la PGR hace la reparación del daño y reconoce públicamente la inocencia de las antes culpadas, además de que reconoce la mala actuación de la autoridad en la integración de la averiguación previa y en el respeto a los principios de inocencia y debido proceso.